PRÓLOGO
De Manuel Pablos.
Hubo un tiempo en nuestras vidas el
cual nuestras mayores preocupaciones eran rellenar los pequeños espacios
con cosas pequeñas que, sin embargo, era lo que llenaba en plenitud nuestras
ansias de vivir.
Nuestras almas eran como delicadas fuentes de cristal, transparentes,
puras y cristalinas como el agua de una fontana virgen, pero quebradizas como
la gota que salta de ella y se deshace en mil micro gotas con la suavidad del
soplo de la brisa fresca.
Y sin embargo disfrutábamos de estos momentos, daba igual que fueran
importantes o menos importantes, con una intensidad que nunca más fuimos
capaces de reproducir. Actuaban de forma asíncrona los cinco sentidos, cada uno
por su lado, formando una especie de orquesta loca que, sin embargo, no se
sabía cómo ni por qué, sonaba maravillosamente.
Nos entusiasmaba el vuelo de una mariposa que aleteaba a la ciada de la
tarde, entre los parterres de las flores silvestres, pintando increíbles cuadros
costumbristas que ningún pintor sería nunca capaz de poder reproducir. Y sin
embargo nuestras pequeñas almas sentían como una alegría salvaje que te
recorría todo el cuerpo, te embotaba los sentidos y te dejaba extasiado,
mirando sin ni siquiera comprenderlo, el milagro de la naturaleza en toda su
extensión.
Nos entristecía una puesta de sol porque era la frontera de nuestros
disfrutes de aquel día y vivíamos el momento con la desesperación de quien no
espera ver otras miles de puestas de sol a lo largo de su vida, porque todavía
no sabíamos que la vida iba mucho más allá del día siguiente.
Éramos pobres de solemnidad en bienes y no nos importaba lo más mínimo
si el dinero existía o no existía, porque en caso de tenerlo, que no era casi
nunca el caso, no sabíamos qué hacer con él, no nos servía para nada. Pero
éramos millonarios en sentimientos, casi todos buenos, de manera que incluso
aquellos que nos habían dicho que no eran buenos, sí que lo eran en nuestras
mentes, aunque no lo fueran en las mentes de quien trataban de imponernos sus
pensamientos, casi siempre viciados por los años que nosotros no teníamos.
Porque sus almas no podían ser como las nuestras.
Nuestras pequeñas-grandes preocupaciones, acababan casi donde empezaban
y no iban más allá de los valores primarios, pero eternos, de la amistad, el
cariño hacia los demás, la seguridad de unos padres pobres, pero con el cariño
temblándole en las manos y en las almas; un cariño que en pocas ocasiones eran
capaces de manifestar en voz alta, porque nadie les había enseñado a hacerlo.
Muy por el contrario siempre les habían hablado de que “no era de hombres”, manifestar según que sentimientos, ni
en los peores momentos de su vida. Así es que aprendieron a ocultarlos en un
semblante siempre serio, incluso en sus labios o en sus ojos, siempre crispados por algo, siempre
tristes incluso en las alegrías. Pero en el fondo de su alma estaba íntegro el
cofre de los sentimientos no manifestados y algunas veces, cuando nadie los
veía, explotaba en mil cristales transparentes, como cuando el vaso, que ha
sido duro una vida entera, se te cae de las manos y estalla en mil pedazos,
extendiendo pequeños fragmentos diamantes imaginados por doquier.
Solo los niños fuimos capaces de romperles esos cofres de tesoros amasados
con el sudor, las lágrimas y las amarguras aprendidas y desparramados con el
abrazo tierno de los padres momentáneos de la protección o el amor más hermoso.
En nosotros vertieron, sin ni siquiera saberlo, la jarra del instinto, el vino
dulce que llenaba por un momento nuestras pequeñas mentes con la satisfacción
de saber que sí nos querían, aunque no nos lo dijeran.
Este escrito trata de pintar ese cuadro de los sentimientos infantiles,
pintado con los pinceles de quienes sabiendo que un día fueron niños, intentan
ser mayores sin acabar de conseguirlo.
Esta historia, o como queráis llamarla, ha sido escrita al alimón por
María Calzada y Manuel Pablos. Deseamos la disfrutéis.
EL LOBATO
Un relato escrito por :
María Calzada y
Manuel Pablos
Todas las tardes cuando salía de la escuela el padre ya le había dejado
sobre el murete de adobe de la conejera, el saco de arpillera y el hocín o el
“zolacho”, para ir a buscar la hierba para los conejos.
Al padre le había dado
por criar conejos, porque decía que era la manera de comer carne todas las
semanas, sin que le costara un duro, así es que había traído tres parejas de
conejos y les había montado una conejera que ocupaba todo el espacio de la
carretera que había debajo de la tenada de jara, a la derecha del corral. El
suelo era de peña, así es que no les permitía hacer huras, por lo que les había
fabricado unas conejeras de madera, con un cajón adosado que se comunicaba con
la conejera mediante un agujero, que era la paridera. Con unos trozos de material
había hecho una puerta en la parte de arriba de la paridera y había colocado
una piedra pesada para evitar que los gatos o los perros se comieran las crías.
Al niño se le salían los ojos cada vez que una coneja paría, seis u ocho
gazapos y el padre levantaba la tapa de la paridera para que los viera. Eran
apenas del tamaño de un gatín chico y no tenían pelos, pero si tenían una suave
piel, que le pareció tan delicada como la piel de un bebé recién nacido. No
abrían los ojos y tanteaban el espacio con unas patitas pequeñillas y
sonrosadas, colocándose a veces, torpemente, unos encima de los otros,
emitiendo un sonido gutural casi imperceptible, al tiempo que sacaban unas
lengüecillas pequeñas y carnosas de un color rosa pálido. El padre no dejaba
que los tocaran mucho, porque decía que la coneja los aborrecía y luego no les
daba de mamar y se morían. Algunas veces, cuando el padre no estaba, saltaba la
tapia de adobe, abría la paridera y los cogía un momento entre sus manos,
delicadamente y sin apretar, temiendo que se les cayeran o que se rompieran de
pronto, hasta que la coneja se ponía nerviosa y daba unos cuantos golpes secos
con sus patas en el suelo, al tiempo que emitía una especie de chillido de
enfado. Entonces volvía a depositar el gazapillo en la mullida cama hecha con
pelo de la propia coneja, cerraba la tapa y ponía la piedra. Entonces volvía
asaltar la tapia, cogía el saco y metía el hocín dentro y se lo echaba a la
espalda, mientras remataba la merienda, una rebanada de pan con Tulipán, o con
manteca y azúcar, que la madre le había dejado en la cocina, salía por la
puerta del corral, que chirriaba como si le hicieran daño, y enfilaba por el
camino de la Fuente.
Algunas veces le estaba esperando su amiga Meli, que era más o menos de
su edad, nueve años, y se iban juntos, incluso se cambiaban o compartían las
meriendas, porque la madre de su amiga no era partidaria de darle merienda de
“chupalandrinas”, como los Tulipanes o el chocolate con almendras y siempre le
ponía un trozo de chorizo. Se sentaban a merendar al sol en las piedras de la
era del tío Celedonio y se cambiaban o compartían las meriendas. Su amiga Meli
era hija del tío Ángel, el Posible, que era un “mutilao de guerra”, al que le
gustaba enseñar el muñón que le quedaba de su mano izquierda, porque en la
Guerra Civil de España había sido de “la quinta del biberón” y cuando en 1939
se acabó, se fue voluntario a la División Azul, con un tal Muñoz Grandes, que
debía ser un militar muy importante y muy valiente y estuvo en Rusia, según le había contado
muchas veces a todo el que quería oírlo y lo habían herido en el frente de
Moscú y allí lo habían dejado tirado, no sabían si muerto o vivo.
“Allí me quedé, desmayao”, desangrándome, entre dos trincheras, decía el
tío Ángel, sin moverme hasta que se hizo de noche, porque al que se movía,
desde el otro “lao” lo liquidaban. Cuando se hizo de noche me fui arrastrando,
casi congelao del todo, hasta que llegué cerca de donde estaban los nuestros y
cuando sentí hablar en español comencé a gritar, sin fuerzas casi: “¡Españoles,
no tiréis, que soy hermano vuestro y vengo herido de muerte!. Hasta que un
“soldao español” me oyó y me pudieron rescatar. Porque los que se quedaron
dormidos o desmayaos, al día siguiente los encontraron congelaos a todos.
Lo cierto es que volvió a casa
cuando ya lo habían dado por muerto oficialmente y le había hecho la misa de
funeral… Su madre, la abuela de Meli, se ve que cuando lo vio entrar en casa se
llevó un susto de muerte y salió corriendo por todo el pueblo gritando:”¡¡¡ Ha
vuelto el mi Ángel de la guerra, no es posible, no es posible…!!! Y se quedo
con “Ángel el posible”, para los restos.
Cuando acababan la merienda se echaban el saquillo al hombro y,
dependiendo del día iban a uno u otro sitio, para evitar que la yerba se
acabara. Conocían al dedillo los rompíos donde crecían los “jolios” más
frescos, las tierra bajas donde estaban las mejores “mielgas”, los sembrados
donde crecían las claveleras más tiernas, los prados donde estaba el cardillo
más delicado y dos o tres huertecillos de aquellos que llamaban familiares,
donde a veces encontraban hojas de berza en las lindes y, si cuadraba y no
había nadie cerca, algún que otro nabo o unas cuantas manadas de alfalfa, iban
a parar al saco. Lo cierto es que cada día, en poco más de una hora, llevaban
el saco lleno. En primavera, cuando los sembrados se llenaban de amapolas
rojas, los niños recogían gran cantidad de ellas, pues la madre, que era
maestra, les había dicho que las amapolas tenían unas sustancias
“euforizantes”, que hacían que los conejos se reprodujeran más y así tenían más
crías cuando parían. Lo cierto es que en realidad existen variedades de
amapolas que contienen opio y otras unas sustancias que, efectivamente, son
euforizantes y eran utilizadas desde los tiempo antiguos como diferentes
remedios curativos para las mujeres o los hombres que no podían tener hijos, de
diversas maneras, pues consideraban que ayudaban a la Naturaleza.
Cuando llegaba a casa con el saco lleno, le vaciaba la mitad en medio de
la tenada y se sentaba a mirar encima de la tapia de adobes. La otra mitad la
guardaba para la mañana siguiente, porque decía el padre que si comían mucho se
“zurraban”, que era algo así como que le entraba “cagalera” y se ponían malos.
Los conejos iban saliendo poco a poco de las conejeras donde se habían
escondido cuando oyeron crujir la puerta del corral, porque como había observado
muchas veces, los conejos son muy asustadizos y en cuando oyen el menor ruido,
dan un golpe con las patas traseras en la tierra y se esconden rápidamente.
Le gustaba ver como se comportaban los animales. Primero asomaban la
cabeza y comenzaban a mover el morro hacia todos los lados, al tiempo que
alargaban las orejas, se ponían derechos apoyándose en las dos patas traseras y se atusaban la cara con
las patas delanteras. Luego comenzaban a mover los bigotes a todos los lados y
comenzaban a caminar a saltitos cortos, lentamente, hacia donde les había
tirado la hierba. En un momento salían todos, rodeaban la comida y comenzaban a
roer las plantas, ayudándose de las patas delanteras para sujetarlas. Los
gazapillos corrían sin parar alrededor de la tenada, levantando exageradamente
las patas traseras para saltar, haciendo
unas cabriolas muy graciosas. En algunas ocasiones caían de panza o de costado,
daban un chillido, no sabía si de miedo o de satisfacción, pero se levantaban rápidamente y comenzaban a correr
como locos, zigzagueando a derecha e izquierda a una velocidad sorprendente,
sin chocarse los unos con los otros ni con la pared. Mientras tanto los demás conejos
seguían comiendo tranquilamente, moviéndose pausadamente, si hacer el menor
caso de los pequeños. Entonces el niño daba un par de palmadas y se reía como
un loco cuando todos los animales corrían espantados para esconderse, cada uno
a su conejera, y en un par de segundos no quedaba ni uno solo. Entonces bajaba
de la pared y se metía en casa a hacer los deberes de la escuela.
Un día más Meli y su amigo, regresaban de recoger yerba. Cada uno carga un saco que parece más grande que ellos. La niña cree que los
han llenado demasiado, su amigo tiene mucha habilidad para encalcarla en el saco y hoy ha sido él
quien le ha ayudado a llenarlo. El tiempo se les ha pasado volando. Se han
enredado jugando durante un buen rato. El promontorio que hay al lado del
prado, cubierto de un manto verde de yerba los ha invitado a tirarse rodando
ladera abajo. Primero fue su amigo que sin más, se puso a rodar, pero a la niña,
más cuidadosa, se le ocurrió protegerse y para no marcharse del verde de la
yerba, se metió en el saco. Al niño le pareció divertida la idea y así cada uno
en su saco, agarrados del borde y al mismo tiempo protegiéndose la cabeza,
rodaron una y otra vez muertos de la risa. Antes de entrar en el pueblo cuando
ya casi la gavia de la orilla del camino está a punto de desembocar en el
regato y enfrente de la alcantarilla de dos ojos que deja la entrada a una
huerta, Meli se descarga el saco.
-¡Uf! Voy a descansar un rato.
-Meli no puedo esperar, se me ha hecho tarde, hoy tengo muchos deberes…
-No te preocupes, no me esperes, si ya estamos en el pueblo.
Realmente estaba cansada, había perdido la cuenta de las veces que había
subido la cuesta para bajar rodando pero, le había servido para quitarle
durante un rato esa especie de preocupación que le mariposeaba en la boca del
estomago, El día antes el padre le había comentado lo rara que veía a la perra.
“Está al caer, cualquier día amanece con media docena de perrillos…Y no sé qué
vamos hacer con ellos…”
Se
sentó en el borde de la alcantarilla y se dispuso a descansar y disfrutar de la
tranquilidad de aquella hora de la tarde cuando el sol ya había perdido fuerza
pero los días ya eran más largos. Era el comienzo de la primavera y ya habían
hecho acto de presencia la mayoría de las flores que adornan el campo. Así lo
estaba viendo, y a esa hora le parecía que la luz le daba la calidez apropiada para
verlo más bonito. En frente tenía un campo sembrado de trigo, teñido de rojo
sangre por tantas amapolas, un poco más allá la silueta serpenteante del regato
se dibujaba por los arbustos de los espinos, inundados de florecillas blancas,
parecían velos de novia esperando a ser recogidos para adornar el vestido. Y
las eras que tenía un poco más a su derecha eran, un manto verde salpicado de
florecillas, margaritas, blancas y amarillas, campanillas y tijeretas de varios
colores y la orquídea silvestre parecía haberse hecho dueña de toda una esquina
que, en la distancia, era como si la hubieran pintado de color morado. Las
orillas del camino parecían parterres de mil colores, blancos, amarillos,
lilas, rojos… todas parecían estar allí al mismo tiempo para pintar cuadros
impresionistas.
Remolonamente dirigió la mirada hacia la entrada del pueblo, allí
también los jardines de las casas empezaban a lucir sus mejores galas, una
buganvilla repleta de flores rojas recorría la pared enredada entre rosales de
diferentes colores, casi a la sombra de un sauco que, un poco más tardío, ya
apuntaba sus flores blancas. Nunca había mirado las maravillas de la primavera
de esta forma, sin duda era la estación más bonita del año, se lo comentaría a
su amigo… Al tiempo, con pereza recogía el saco y se lo ponía a la espalda para
seguir hasta casa.
-¡Va! Me llamará tontorrona…
Cuando llegó a casa encontró al
padre en el corral sentado en un tajo de tres patas, de los que hacía su amigo y compañero Gildo cuando
en invierno preparaban cisco en el monte. Los utilizaban para sentarse
mientras comían. Después terminaban en
la hoguera pero, siempre había alguno que se libraba de la quema y andaba desperdigado por el corral. El padre los
utilizaba para sentarse mientras acababa alguna faena que pudiera hacer de
sentado.
Allí estaba, en medio del tenao, una especie de porche a la salida de la
casa hacia el corral. Desde allí se distribuían diferentes apartados para el
ganado y componían una parte del corral, bajo techo, resguardado del sol y la
lluvia. En frente, en un caseto que
antes había sido una cebonera, el
padre había limpiado y preparado una cama de paja nueva y un trozo
de costal viejo, para que la perra estuviera cómoda.
Justo detrás de él a la derecha nada más
salir de casa, una escañeta vieja
puesta sobre la pared hacia las veces de conejera. El padre la había levantado
con un par de adobes en cada pata y
después forrado con alambrera. Dentro una paridera y allí ponía las conejas
a parir. Durante un tiempo la camada
vivía en ese espacio, cuando eran más grandes los pasaba a otro apartado un
poco más grande.
Meli dejó el saco y la hoz en el suelo, se acerco muy despacio hasta
donde estaba el padre que, observaba a la perra preocupado, era la primera vez
que paría y no sabía cómo le iba a ir.
Sorprendida veía como la perra se
levantaba nerviosa dando vueltas sobre sí misma, para volver a tumbarse al
tiempo que soltaba una especie de gruñidos. La niña hizo un gesto de acercarse
alargando un brazo como queriendo acariciarla
pero, el padre le dijo que no.
-Hay que dejarla tranquila, ella sola lo hará muy bien. Ya nos
acercaremos si tiene problemas, hay que tener paciencia.
La niña decidió sentarse en el
suelo al lado del padre a esperar para ver en qué termina aquello.
De repente Leona se levanta,
agarra el trozo de costal con la boca y lo coloca donde ella cree que va a
estar mejor. Parecía no encontrar la forma de acomodarse. Se tumba sobre la
tela, sigue inquieta, remuga y gira nerviosa la cabeza hacia la parte trasera
de sus patas. Al cabo de un rato la niña observa con los ojos muy abiertos por
el asombro, el milagro de la vida. Al tiempo que la Leona levanta ligeramente
el rabo va saliendo, muy despacio, una especie de bola casi blanca que en unos
segundos cae al suelo. Era una bola
alargada, cubierta por una tela transparente y viscosa, que no se movía.
Rápidamente la perra gira la cabeza hacia atrás y comienza a darle casi de
forma obsesiva, lametazos. Meli mira preocupada, aquello no se mueve…-¡Está
muerto!
-No, viene envuelto en una bolsa y ves, se la está quitando.
Con habilidad e insistencia la
perra lamia la tela que envolvía al cachorro, que en cuanto quedó medio descubierto, de
pronto, se impulsó para darse la vuelta
y quedar con las patas para abajo. Tembloroso se pone de pie, y solo entonces
se vio con claridad la figura del cachorrillo blanco con manchas rubias. Y en
aquel momento se produjo el maravilloso milagro de la ternura pues la Leona
continuo lamiéndolo, dándole calor, y acercándolo mimosamente a su cuerpo
como indicándole el camino a seguir para
encontrar las tetas, llenas a rebosar de leche tibia, y le empujaba
delicadamente con el morro húmedo para que mamara, mientras en sus ojos, más
grandes y brillantes que nunca, se dibujaba una felicidad sin límites, la
felicidad que produce en las hembras animales, la maternidad.
La niña no se daba cuenta pero, se le estaba dibujando una sonrisa en la
boca y en voz alta dijo; -¡Qué bonito es!
-¡Blanco manchao, a saber quién es el padre…!
-Es igual, es muy bonito.
Y los dos rompieron a reír a carcajada limpia, haciendo que los gallos
que andaban por el corral, levantaran la cabeza espantados al tiempo que
iniciaban un ruidoso cacareo, como si se sintieran celosos de tanta felicidad
Mientras tanto la perra seguía cuidando al cachorro con gestos cariñosos
e intentaba romperle el cordón umbilical desgastándolo a lametazos muy rápidos,
el padre estaba recordando como Leona había estado desaparecida durante unos
días. En casa, Meli y su madre, estaban preocupadas por si le había pasado algo
pero, bien sabía él que esa escapada tendría estas consecuencias. No había
muchos perros en el pueblo y posiblemente se había ido a un pueblo cercano o
alguna dehesa.
A la niña le pareció oír ruido a sus espaldas, al girar la cabeza se dio
cuenta que la camada de conejos estaban al borde de la alambrera. Algunos con
las patas delanteras apoyadas sobre ella, observando expectantes con las orejas
tiesas, lo que no acertó a adivinar es, si era por lo que allí se estaba viviendo
o por el saco de yerba que estaba al lado. Sonrió para sí misma y cuando volvió
a mirar a la perra, se dio cuenta que se había perdido el nacimiento del
segundo cachorro. Ya la tranquilidad se iba palpando en el ambiente y apenas se
dieron cuenta del transcurrir del tiempo.
Cuatro cachorros fueron el resultado del parto
de Leona que ahora parecía encontrarse tranquila y feliz amamantándolos.
Meli esa noche tuvo que irse a dormir sin poder acariciar a la perra ni
a los cachorros, su padre le había dicho que los dejara tranquilos que, a los
animales recién paridos no les gustaba que le tocaran las crías, con algunos
había que tener cuidado, se podían poner agresivos.
A la mañana siguiente antes de ir a la escuela, desayunó rápido para
pasar por el corral y ver a Leona y los cachorros. Se acercó muy despacio, se
arrodillo delante de ellos y creyó
entender que la mirada de la perra le daba confianza suficiente para
acariciarla, lo hizo con cuidado hasta que le pareció que, también podría
acariciar aunque fuera a uno solo de los perrines. Estaban los cuatro muy
juntos, dormidos, con las cabezas apoyadas sobre la barriga de la madre. Solo
se atrevió a pasar la mano por encima del lomo de uno de ellos y encontró que
era tan suave y delicado que le parecía que si lo cogía se podía romper. Le
hizo la última caricia a la perra, le planto un beso en la cabeza y se fue
corriendo a la escuela. Rápido tendría que pensar donde colocar a los
cachorros. Su padre el día menos pensado los haría desaparecer.
Aquella tarde Meli estaba sentada en la pared de la cortina con los pies
colgando sobre el camino, moviendo rítmicamente las sandalias de goma roja,
hacía atrás y hacia adelante. Pensaba en lo que había pasado los últimos días
Lo miró fijamente, pero enseguida desvió
los ojos al suelo, por lo que el niño, que la conocía bien, sabía que algo le
preocupaba. Parecía contenta y triste a la vez.
-Ha parido la Leona, dijo de sopetón, con poco entusiasmo. Tiene cuatro perrines chiquininos, dos jaros y dos manchaos. Pero mi
padre dice que no quiere más que uno, así es que los otros los quiere tirar al
regato. ¿Tú no querrás uno?
- No sé, no creo que mi padre me deje tener un perro.
-¿Por qué no se lo preguntas? A lo mejor le interesa tener uno para que
os guarde los conejos.
-¿Desde cuándo los perros guardan los conejos? Los perros los cazan y se
los comen, si acaso.
- A los de monte sí y a las liebres, pero a los de casa no les hacen
nada. La Leona nunca los ha tocado.
- Claro, porque tu padre los tiene candaos en el caseto chico, pero si
anduvieran sueltos por el corral, seguro que los cazaba, porque todos los
perros son cazadores.
- Pues la Leona no es cazadora, porque a veces se escapan y ni los toca.
¿Pa donde vamos hoy?
_ Hoy pa la “buerta” del tío Peralo, que me dijo el Benino que habían
arrancao los nabos y habían dejao los macaos tiraos en la linde, que los
fuéramos a coger, que a los conejos les gustan los nabos.
Echaron a andar por el camino de Ledesma hasta la huerta del tío Peralo,
que estaba a medio kilómetro del pueblo y cuando llegaron estaba el Benino
arrancando unas berzas y les dejó coger las hojas malas, así es que entre unas
cosas y otras casi llenaron los sacos.
-Hoy os ha ido bien a vosotros dos, habéis hecho pronto la carga.
Segarme la yerba de esa linde, que está crecida y también es muy buena pa los
conejos. Por San Antonio, ya podéis darme uno. ¿No seréis algo novios,
vosotros, que andáis siempre juntos?
- Calla, so bobo, dijo Meli, poniéndose colorada como un tomate. ¿Cómo
vamos a ser novios si tenemos nueve años? Los novios tienen que ser grandes,
como tú y la Toña. Además, yo ya tengo otro.
- ¿Ah, sí? ¿Y quién es, si se puede saber?
-¡A ti te lo voy a decir, si hombre!
- Y yo otra, replico rápidamente el niño… Mi prima Rosa.
- ¿Tú no querrás un perro chico?, pregunto Meli de sopetón a Benino, el
Peralo.
-¿Un perro chico…?. Ni uno grande, que yo soy yo bastante perro, dijo
riéndose a carcajadas.
-Es que ha parido la Leona y mi padre quiere tirarlos al regato.
- Bueno, es lo que se hace siempre, ¿no? Nadie quiere perros, que el pan
está caro
-Eso mismo dice mi padre…
-Pues entonces ya los puedes dar por muertos.
-O puede que no, so listo. Igual a este le dejan tener uno y a los otros
puede que le encuentre amo.
-Puede…¡Hala, segar las yerba que se os hace tarde!, dijo el Benino, y
siguió a lo suyo.
El
sol iba metiéndose poco a poco entre los encinares. Había reflejos rojizos
pálidos en la línea del horizonte y azules verdes preciosos, que competían con
los rojigualdas de los trigales. Las alondras se desgañitaban trinando en los
linderos de los sembrados, los cucos lanzaban sus retos ocultos entre las
encinas, las tórtolas lloraban sus amores tristes posadas sobre las ramas secas
de los robles, las palomas zuritas pasaban silbando como balas, haciendo
acrobacias increíbles entre los hayedos y por todas partes la Naturaleza
enseñaba sus galas de fiesta. Los niños caminaban en silencio, desandando el
camino hacia el pueblo.
-Oye, dijo de pronto Meli, que lo que le he dicho al Peralo del novio es
mentira. Solo lo he dicho por chincharlo, pero a mí no me gusta ninguno.
-Ni a mí tampoco, dijo el niño, fijando los ojos en la tierra del
camino. Además, que los primos no pueden ser novios.
- Pues eso. ¿Tenemos que confesarnos por decir mentiras?
- Yo creo que no, porque no son mentiras gordas, y a mí me dijo una vez
D. Antonio, el cura, que fuera al grano, que las mentiras pequeñas no se tenían
que confesar.
-Menos mal, dijo Meli. Además al cura tampoco le importará mucho si
tenemos novios… ¡como él no puede tener novia!
- Ni falta que le hace, dijo el niño, dando una patada a una piedra.
Justo cuando llegaban al pueblo, el sol escondió sus últimos rayos
mortecinos arrastrándolos desganadamente detrás de los tesos y una banda de
vencejos pasó por encima de sus cabezas, persiguiéndose y chillando
alocadamente. Los niños alzaron la cabeza y siguieron las acrobacias de los
pájaros durante un momento. Al llegar al cruce de la calle se despidieron hasta
el día siguiente.
- Mañana quedamos donde siempre, ¿no?.
- Sí, dijo Meli, donde siempre. Luego ya tiraremos para cualquier sitio.
“Angel el posible” era un hombre tenaz, lo había demostrado a lo largo
de su vida. Lo que se proponía lo llevaba a cabo, aunque a veces las
situaciones parecieran difíciles; todo él era un ejemplo. Seguramente las
situaciones vividas en las guerras habrían hecho de él un hombre con las ideas
claras y el convencimiento de no darse por vencido y que la lucha con uno mismo
te lleva a conseguir lo que quieres. Después de la experiencia vivida en la
división Azul, arrastró su vida en diferentes trabajos recorriendo fincas y
pasando penurias. Pero en ese trajín atesoró experiencias que hoy le servían no solo para seguir
sobreviviendo, también para comentarlas
a su hija y para contarlas a quien quisiera escuchar, pues tenía buena labia y sabía como para hacerse
oír.
Había oído decir a los niños que el padre del amigo de su hija, pensaba
hacerse cazador. Aunque sabía que Meli trataría de buscar un hogar a los
cachorros, a través de sus amigos, no creía que lo pudiera conseguir, pues la
gente no quería animales en casa, solo para tener una boca más que alimentar.
Los perros en el campo siempre habían cumplido con algún deber, cuidar ganado,
o ser cazadores, siendo fieles
compañeros de sus amos y a través de esa
simbiosis natural, desempeñar la labor
para lo que hubieran sido adiestrados. Ángel por sus condiciones de trabajo,
siempre había tenido perros y los había adiestrado a su medida. Había conseguido
verdaderos compañeros de viaje, a pesar de no tener razas especializadas,
siempre logró que cumplieran con lo que necesitaba, de tal manera que sin tener
perros de caza, estos le ayudaban a cazar los conejos o libres que necesitara.
El no era cazador al uso, no era cazador con escopeta, las armas las cargaba el
diablo y ya había visto bastantes.
Además con el muñón en la mano izquierda, mal aguantaría el retroceso de
una escopeta. Había aprendido a tirar el porro sobre conejos y libres y cuando
acertaba a darles, que era la mayoría de las veces, y quedaban atontadas, su
perro terminaba apresándolas. Consideraba que los años le habían dado un buen
conocimiento de los perros, les había dado su sitio, los había tratado bien,
teniendo solo los necesarios y era ahora cuando tener un perro era más un
capricho que otra cosa.
-A mí un perro que me coge el fato, ya no se me despega en la vida,
solía decir.
- ¿Y cómo haces para que te coja el fato?.
- Muy fácil. Lo tienes un par de días sin comer. Luego te metes un
mendrugo de pan debajo del sobaco y de vez en cuando se lo das a oler, pero no
se lo dejas comer. A los dos días se lo tiras y que se lo coma y la olor del
sobaco se le mete dentro y te sigue como un cordero. Después, con un poco de
paciencia, lo vas haciendo a ti. Al final es manso como un “bué”.
Con estas premisas se encaminó hacia la casa del padre del amigo de su
hija, dispuesto a poner en marcha todas sus armas verbales, a fin de que se
quedara uno de los cachorros. El padre del chico era reacio a hacerse con un
perro pues, tampoco tenía claro del todo lo de hacerse cazador. Pero Miguel
había salido de casa convencido en la misión de colocarle el cachorro,
soltándole todos los parabienes y ventajas de tener un perro. Además esa raza
la conocía y sabía de las buenas condiciones que atesoraban a poco que se
pareciera a la madre. Fue tal el despliegue de razones por las que debía tener
un perro que, el padre del chico no supo si primero le convenció para coger el
perro, o si antes, le facilitó la forma para hacer los trámites de cazador. El
caso es, que el hombre quedó con cierto
desasosiego, por lo que todo, le parecía una precipitación, se vio con un perro
pues, había dado su palabra y no tardarían en traérselo y casi en la obligación
de ser cazador.
“Ángel el posible” llegó a casa más contento que unas pascuas. Le
parecía que el esmero y empeño que había
puesto para colocarle el perro, había sido digno del mejor trato, tenía fama de
buen tratante, cuando vendía ganado. Con estas buenas vibraciones le dio la noticia a Meli, que contenta pensó ya no tendría que poner en
aprietos a su amigo.
Esa tarde Meli corrió al punto donde quedaban todos los días para segar
yerba. Llegó antes que su amigo, e impaciente miraba hacia el camino para ver
si llegaba. Cuando a lo lejos alcanzó a divisarlo, sonrió, le parecía que el
chico también venia contento.
“Hola” dijeron al tiempo, y se echaron a reír.
-Mi padre ha ido a hablar con el tuyo…
-Ya.
-¿Estás contento? Es muy bonito, te gustará.
-Sí, ya tengo ganas de verlo.
-No te preocupes cuando quieras vienes a casa verlo, ahora es mejor que
sigan con la Leona unos días más, mamando se hará fuerte.
Meli sonreía inquieta.
-¿De qué te ríes...?
-Te lo vas a pasar muy bien pero, si tu padre lo quiere para cazar,
tienes que tener cuidado. No se lo digas a tu padre, pero el mío dice, que los
perros que se adiestran para trabajar no pueden estar entre los niños.
-¿Porqué?
-Dice que se hacen unos falderos, juguetones.
-¿No podré jugar con él?
Meli reía al tiempo que le decía;
-Sí, puedes ayudar a tu padre a educarlo para cazar pero, seguro que le
gustará más jugar contigo. Tienes que vigilarlo, Leona cuando todavía era un
cachorro, un día que mi madre tenía la ropa colgada en la cuerda del corral,
empezó a dar saltos, queriendo agarrar con la boca la ropa que se movía con el
viento. Después de intentarlo un rato, alcanzo unos pantalones… menos mal que
mi padre llegó a tiempo, porque los hubiera hecho trozos. Al principio mi padre
se enfadó un poco pero, luego yo le vi que se reía. ¡Tú juega con él cuando no
te vean! ¿Nos vamos?
-Sí…
- Pues sabes una cosa… mi padre anda ilusionao. Le ha dicho a la madre
que como ya tendrá perro de caza, se va a comprar una escopeta de caza del
doce, y anda preguntando a la cuadrilla de cazadores del pueblo, ya sabes al
José Luís, Genaro, Quico Juanes y esos…, los que mataron la loba y eso, para
ver si lo dejan salir con ellos.
- Pues entonces ya no se nos escapa, ya tienes perro... ¿Cómo lo
llamamos?
- No sé, a mi me gusta Lobato. Porque tiene los colores de un lobo
pequeño.
- ¿Tú has visto alguna vez un lobo pequeño?
- Yo sí, cuando cazaron la loba. Me los enseñó Genaro; son como los
perrines y no muerden ni arañan, ni nada. Y eran igualitos al perrín tuyo.
- ¡Pero si todavía no lo has visto!
- Ya, pero me lo he soñao. ¿Y si vamos a verlos ahora?
- ¡Pues vamos, que ahora no hay nadie en casa!. Eso sí, si la Leona nos
gruñe, no los podemos tocar, que nos muerde. Dice mi padre que es porque anda
“encelá”.
_ ¿Qué es encelà?.
- No sé, pero debe ser algo malo, porque si muerde…
_ Bueno, pues por si un caso, vale más que no los toquemos.
Y enfilaron calle abajo hasta el pajar donde la Leona tenía los
cachorritos.
(CONTINUARÁ)
Lo que yo te diga, vas camino de escribir un libro. No lo haces porque no te lo propones ¡vamos! completita del todo.
ResponderEliminarUn beso a las dos